Las patentes biotecnológicas nunca dejan indiferente a nadie, creo que son las que siempre topan contra la oposición de la “Ética”. Hay numerosos libros tratando el tema y no pretendo entrar en conflicto, pero se aceptan los pensamientos de cada uno. Me gustaría recordar aquí los orígenes de estas, para que conozcamos su trayectoria.
La industria farmacéutica y el colectivo científico sabe bien de lo que hablo. Todos los sistemas de patentes han concedido derechos sobre sustancias naturales, cuando dichas sustancias logran ser aisladas e identificadas por primera vez respecto de otras con las que forman mezclas complejas, al tiempo que se propone una utilidad. La clave está en que la patente se concede no al producto en su estado natural (en el que suele estar mezclado con cientos o miles de otras sustancias), sino al producto aislado y purificado, en tanto para ello hay que aplicar actividad inventiva. Este es el caso de muchos medicamentos, empezando por la centenaria aspirina (1910), la adrenalina (1911) y siguiendo con los antibióticos (desde años 40-50) y muchos más.
En 1873 la Oficina de Patentes norteamericana concedió a Pasteur la patente nº 141.072 por “una levadura libre de gérmenes de enfermedad como artículo de manufactura”. Sin embargo, posteriores decisiones llevaron a no continuar en esta línea, salvo excepciones (una raza bacteriana en 1977). En general, antes de 1980 los seres vivos no eran patentables, bien porque se les consideraba como “productos de la naturaleza”, bien porque no eran susceptibles de descripción escrita suficiente, tal como reclama el sistema de patentes. (Esto afectaba igualmente a las bacterias y hongos productores de antibióticos). Por lo tanto, antes de 1980, la mayor parte de las patentes en relación con la biología se concedían a procesos, principalmente aquellos que usaban bacterias: para tratar aguas residuales, o producir sustancias químicas, antibióticos, etc., si bien el microorganismo como tal era no patentable.
En 1980 se hizo famoso un caso que, aunque no perteneciente a un desarrollo de ingeniería genética, iba a tener una enorme influencia en los aspectos de patentes y comerciales de esta nueva biotecnología. Para esto tenemos el ejemplo por excelencia: Diamond vs. Chakrabarty. El Tribunal Supremo de los EEUU dio la razón a este último, al establecer que la bacteria del género Pseudomonas que presentaba a patente era una “manufactura” o “composición de materia” y cumplía los criterios: era una novedad (inexistente como tal en la naturaleza, y no obvia para la ciencia del momento), derivaba de actividad inventiva (pues se había logrado en laboratorio por transferencia de plásmidos), y cumplía el criterio de utilidad (su objeto era emplearla en labores de descontaminación de vertidos de crudo). En su sentencia (que revocaba una decisión anterior de la oficina de patentes) se incluía una frase que haría historia: las patentes se pueden conceder “a cualquier cosa bajo el sol hecha por el hombre”. De esta manera, caía la añeja objeción contra las patentes de seres vivos por el simple hecho de estar vivos: la jurisprudencia estableció que no de puede discriminar a una invención por este hecho, si cumple los criterios clásicos de patentabilidad. El tratado de Budapest (1977, entrada en vigor 1980) establece como prerrequisito para la solicitud de patentes sobre microorganismos el depósito de una muestra del microorganismo en una institución especializada.
Y es así como comienza esta aventura.
Rocío A.M.
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